martes, 4 de septiembre de 2012

Sin título II

El relato que compartiré en esta entrada es la continuación del que publiqué en mi segunda entrada:

Dicen que cuando eres feliz, da lo mismo un segundo que un año, que 365 días son tan efímeros como un pestañeo. Pero cuando el corazón soporta un amargo dolor que crece a cada segundo, un segundo se hace un año. Y cinco años… cinco años se asemejan a la eternidad, al infinito.
Cinco años, 1825 días con sus noches. Una eternidad que no le ha servido al corazón para olvidar.
Sola, como en los 1624 días anteriores, en casa, en esta casa que se ha convertido en mi prisión desde aquel instante en que decidí que ya no más, que era el momento de dejarte libre; veo desde  mi ventana como un cielo enfurecido estalla en llanto, un llanto igual de inmenso, igual de doloroso que ese del que yo no me he podido librar después de setenta meses sin ti. Una tormenta en pleno verano que provoca que, en cuestión de segundos, se sucedan en mi mente una cantidad infinita de recuerdos que hasta yo misma había olvidado que tenía guardados. Guardados… en el fondo de mi alma, al igual que cada uno de los sueños que construí pensando que serías para mí. Fue uno en especial el que traté de borrar en el instante en que te eché de mi vida y ese precisamente ese el que se me hace más presente a cada rato. Es ese el que está hoy más presente que nunca. No sé por qué, pero desde que esta mañana me desperté empapada en sudor y con el corazón a mil, no se me ha ido un segundo de la mente.
Han pasado unas horas de la gran tormenta, el sol se abre paso entre las nubes y la brisa es cada vez más suave. Perdida en mis pensamientos, en lo que me queda por hacer antes de que termine el día, me preparo para salir, al tiempo que una extraña sensación en el pecho me dificulta respirar y un nudo me oprime la garganta. ¡No sé qué me pasa hoy! Serán los recuerdos, pero, la verdad, es que nunca, desde que todo terminó, había sentido esto. ¿Presentimiento? Prefiero no pensarlo.
Camino por la calle y con cada paso, la presión en el pecho aumenta. Concentrada en tratar de normalizar mi respiración, sigo caminando y, justo ahora, sucede. Y, justo ahora, entiendo todo: mi despertar apresurado, los recuerdos que llegaron de repente, esa presión en el pecho que me asfixiaba por momentos…
¡No sé qué hacer!
En frente de mí, sorprendido, atónito. Me miras, te miro. Me siento flotar en el aire, pierdo la noción del tiempo, del espacio. Aquí, frente a mí, a un palmo de distancia. Aquí, con tu mirada en mi mirada, con mi mirada en tu mirada.
Trato de respirar, de buscar una solución a esta emoción inmensa que solo me provoca abrazarte y llorar. Respiro, trato de serenarme. Despierto de tu mirada, echo un vistazo a lo que nos rodea y es ahora cuando reparo en ella. La veo escondida en tu cuello, sujeta a ti por tu brazo izquierdo que la sostiene. Una emoción distinta a la que me sacudió al verte pero igual de inmensa, me invade. Tú posas tus ojos en ella, después en mí y, acto seguido, te decides a hablar. Basta este “¿cómo estás?” embriagado de emoción que sale de tu voz para erizarme la piel. Nuestras miradas se encuentran de nuevo y, loca o no, vuelvo a sentir esa conexión que, alguna vez, nos hizo estar en la misma frecuencia. Un inaudible sonido sale de mi boca, pero en tus ojos observo que no necesitas palabras. Te basta ver mi cara desencajada por la emoción para conocer cada una de mis lágrimas, cada una de mis noches y mis días sin ti. Y entonces, un ángel se posa sobre nosotros y ya no es necesario reprimir los sentimientos. Las lágrimas empiezan a brotar por mis mejillas para comenzar a empapar tu cara segundos después. Con la rapidez de un acto reflejo, abres tus brazos y me recibes. Aquí, sobre tu hombro, cobijada por tu abrazo, dejo salir cada lágrima que se quedó en el corazón esperando el momento. Y cada una de mis lágrimas se vuelve más intensa cuando siento tu brazo en mi espalda, tu mentón apoyado en mi hombro y tus lágrimas mojando mi pelo. Así, aferrados el uno al otro; aquí, en medio de esta calle, abrimos un nuevo capítulo en nuestra historia.
Nos separamos a un tiempo y nos quedamos mirándonos fijamente. Tú pasas tu mano por mi cara en un gesto que me hace estremecer como nada lo había logrado en estos cinco años y secas mis lágrimas. Un “ba” nos hace voltear y, sorprendidos, todavía emocionados, y con una sonrisa, observamos como una niña reclama atención. La miras y me miras. Le tomas la mano y la besas. Yo lloro en silencio. En un impulso, pongo mi mano sobre la tuya y la miro de cerca, sintiendo que el corazón se me derrite. “Dile hola”, dices, y con este “oa” que sale de sus pequeños labios, me doy por más que saludada. Y sonrío. Y sonríes. Noto tus ojos sobre mí, y cuando me veo en ellos, las palabras que acompañan tu mirada, me desgarran el alma. “Ada”.
Un sueño, mi sueño. Ese que construí para ti, para los dos. Ese que no he podido olvidar y que hoy ha estado más presente que nunca. Ese sueño que no pude cumplir sin ti, que no quise cumplir sin ti. Ese, el mismo que tú cristalizaste por mí, pero sin mí. Esta niña que ahora nos mira, es ese sueño hecho realidad.
No es necesario que diga nada: mis lágrimas hablan por mí. Deshecha y también un poco culpable, me lanzo de nuevo a tus brazos. Te abrazo con toda la fuerza de mi ser, con la fuerza de mi amor que eres tú, que siempre has sido tú. Me abrazas y lloramos juntos. Lloramos por ese sueño que era de los dos y que yo destruí hace ahora cinco años. Lloramos por lo que pudo haber sido y no fue. Lloramos, sí; pero lo hacemos juntos. Y aquí, en tu abrazo, el dolor es menos amargo y duele menos. Así, ahora, siento tu compañía, tu comprensión, tu confianza. Siento todo eso que creí perdido y que en tu abrazo encuentro. Lloro más fuerte y té abrazo más fuerte. Y tú también lo haces. Y me desgarro por dentro. Y siento más tu dolor que mi dolor, tu culpa que mi culpa. Y te siento así, como te había extrañado durante 1825 días: mío, solo mío. Agitados, exaltados y todavía abrazados, nos miramos. Tomas mi cara en tus manos, tomo tu cara entre mis manos. Y nos miramos, y esto basta. Esto es suficiente para que aquí y ahora yo sepa que a ese punto y final que escribí hace cinco años, le siguen dos puntos suspensivos. Esto basta para que sepa que el libro no estaba cerrado sino esperando una continuación que hoy tu mirada, tu cuerpo y tu sonrisa me dicen que podemos darle.

No hay comentarios:

Publicar un comentario